sábado, 14 de junio de 2008

EL PERSONAJE DE MI BARRIO

Más historias de personajes que forman parte de nuestra vida...
EL GRATO OFICIO DE TALLAR LA VIDA

Es casi la una de la tarde y el astro solar se encuentra en todo su esplendor. Sus potentes rayos dan cuenta de que la siesta ha cobrado vida en el patio de la casa de calle Urquiza 4863. La escenografía se ofrece cálida, dos perros que van y que vienen tratando de alcanzar una bandada de pájaros que se acercan y salen al vuelo velozmente, burlándose de los pobres canes que enfurecidos no paran de acecharlos. Una tenue brisa trae consigo el aroma de un jazmín trepado al muro, que deja caer sus flores, cubriendo casi todo el piso de cemento que arde gracias a la refulgencia del sol. El viento se hace presente de a momentos azotando las pilchas que yacen tendidas en la cuerda, en una especie de baile, de danza, pareciera que en cualquier momento se caerán al suelo.
Ya se presagia el otoño, a pesar de que en Santa Fe el verano extiende su estadía, haciendo retrasar la partida del calor. Las hojas de los árboles caen sigilosamente, envolviendo los canteros, las macetas y hasta el extinguido césped cual si fuera un tapado marrón que los abriga. El silencio es casi total, alguna que otra mosca rondando, la quemazón del sol, la calidez del viento, el desvanecimiento de las hojas. Todas postales, sensaciones, que la siesta en el patio convida mientras se hace esperar la llegada de Sergio Pucheta, un alumno de la vida que por estos tiempos está aprendiendo a ser artesano.
Cuando se concertó la entrevista, “Checo”, como lo suelen llamar en el barrio Fomento 9 de julio, pidió casi implorando, que el lugar de la charla no fuese en su casa. “Tengo tantas cosas, entre hierros, maderas, herramientas, pinturas, cosas ya hechas y otras por hacer, que en cualquier momento voy a tener que salir de mi casa para que mis artesanías puedan entrar”, dijo aquel día en su taller, en donde rodeado de pinturas, utensilios y cacharros, la invitación a la entrevista lo tomó por sorpresa causándole una grata emoción. Por esta razón más que justificada, se acordó que el escenario del encuentro fuese en la casa del cronista.
“Checo” es un hombre robusto, de pelo oscuro cubierto por algunas canas que asoman sobre su prominente cabellera. Su rostro, añejo y curtido por los años, se acopia perfectamente al ropaje que utiliza diariamente. Camisas y pantalones de ombú conforman su vestuario cotidiano, algunas veces con manchas de pintura y de grasa que denotan largas jornadas de trabajo.
“Checo” es conocido en el vecindario por sus artesanías. No debe haber un sólo vecino que no tenga en su haber alguna que otra manufactura realizada por las laboriosas manos de Sergio. En general, se le encargan mesas, sillas, veladores, lámparas, cuadros, repisas, entre otros objetos, que son realizados a partir del reciclaje, al cual “Checo” le incorpora la carga subjetiva de todo artista. La mayoría de sus trabajos poseen un rasgo distintivo: tienen la impronta del campo, y es que “Checo”, tostadense desde hace 49 años, en su afán por recordar sus pagos, incluye en sus artesanías las sensaciones que el viejo y querido litoral le ha provocado en la memoria.
Su casa es un taller, que sobresale en la cuadra por transgredir el estilo propio del barrio. El frente es característico por sus puertas y ventanas de madera, los pájaros de hierro y caña que cuelgan del alero, el sillón y la mesita que se hallan sumergidos en el jardín y las incontables herramientas que, desparramadas sobre el césped, aguardan ser de utilidad en alguna creación.
Sergio vive solo, aunque posee la grata compañía de dos perros, de procedencia callejera, que siempre están revoloteando entre sus cosas.
Cuando parece un hecho su ausencia, surge su semblante figura a través del ventanal que comunica la vivienda con el patio. Con una sonrisa que suplica disculpas se acerca hacia donde será el lugar de la entrevista, dos sillones de jardín bajo un limonero, y me regala un beso al tiempo da cuenta del porqué de su demora.
Sin redundar tanto en cuestiones ajenas al encuentro, la charla comienza mientras “Checo” degusta un mate, infaltable en estos momentos, que aclimata el ambiente brindándole confianza y a la vez eliminando cualquier estado de inhibición.

— ¿Qué imagen se te viene a la mente si te digo infancia?

— Que palabrita, ¿no? Me acuerdo de la energía que uno tiene cuando es chico, que se levanta siempre como buscando algo. En mi infancia, hasta los seis años, tuve un patio muy grande donde se cuidaban y criaban caballos para las carreras. Había uno manso que se llamaba Picasso y andábamos con él, jugando por todos lados. Como imagen tengo eso, pero también recuerdo una actitud que tenemos cuando somos niños de no parar nunca, esa energía que uno tiene y que todo lo hace corriendo y aún así, siempre te está faltando tiempo. Estaba todo el día en el patio y cuando me llamaban a comer me enojaba porque me cortaban mi historia, mi mundo. Otra cosa que se me viene a la mente es el cine, la matinée de los domingos, almorzábamos muy rápido porque ya a las dos de la tarde teníamos que estar en la sala. Veíamos películas épicas, de Hércules, también El club del Clan. La gente grande quedaba maravillada al ver a Sansón, un tipo musculoso y que a mi también me impresionaba. Y el cine estuvo ahí con toda su fantasía, tirando disparadores a la imaginación, que por cierto no tiene límites y es inmanejable.

— ¿Qué recuerdos tenés de Tostado, tu pueblo?

— Fueron los primeros 25 años de mi vida, que son como los fundamentales porque ahí pasó la infancia y después llegó la adolescencia con sus problemáticas e inquietudes. Hacía todas las actividades que podía porque vivía cerca de un club, el club San Lorenzo, y ahí empecé a jugar al básquet. Pude sentirme bien porque sobresalí un poco, sin creerme una estrella logré cierto nivel. El básquet para mí era una pasión, fantaseaba todo el tiempo y le iba y le preguntaba al entrenador si se podía hacer esto, hacer lo otro. Nos tenían que echar del club, nos apagaban la luz y al otro día, a las nueve de la mañana estábamos de nuevo con las mismas ganas.
En los pueblos si no tenés un club no hacés deporte, y por ahí terminás en la timba o en el alcohol, te metés en los vicios porque no tenés otra alternativa. Nosotros en el club jugábamos al básquet, fútbol, tenis criollo, natación. Las horas las llenábamos de otra manera, nos relacionábamos con los demás. También hice teatro y canté, todas las que se me cruzaban las hacía. En la ciudad hay más actividades pero muy poca gente las hace. Parece que estamos destinados a ser espectadores y creo que en la vida tenemos que ser actores. El que no puede jugar al básquet es el que pinta la cancha para que otro juegue, y pinta el tablero, arma las redes, organiza rifas. Pero hace cosas. Todo tenemos un lugar en el grupo, también hay que valorar al que no tira al aro y no mete los goles. Algunos no están en el juego pero participan de otra manera y en la vida también es así, todos somos importantes. Lo que pasa es que este sistema te hace creer que los que ponen la caripela, son los primordiales. Y te das cuenta que no fueron más felices que los otros. Yo, a los 19 años, dejé de jugar porque me di cuenta, después de que me enfermé — aludió sin dar cuenta de cuál fue su enfermedad y la gravedad de la misma­ —, que me había pasado de entrenamiento, que campeón de esto, de lo otro, y no me sentía feliz, no me llenaba la vida.
De Tostado recuerdo eso y también amores que no fueron, amores perdidos, toda la gente que conozco gracias a haber hecho algún deporte. Imaginate que vuelvo al pueblo y todos me conocen, por eso es también importante el otro, que te mira y dice “vos sos Pedrito, José…” pero sos vos. Cuando el otro te reconoce cobrás existencia y eso ya te convierte en actor de la vida.

La fresca brisa de la siesta acopiándose con la luminosidad del sol, azotaba el rostro de “Checo” y lo resplandecía. El llevarlo a través del tiempo a su infancia, y hacerle recordar momentos que estaban guardados en su mente pero que yacían inertes y reivindicarlos, le producían una intensa emoción, que se verificaba en la espontánea humedad que irradiaba de sus ojos.


— ¿Cómo imaginás tu vida en Tostado si el club San Lorenzo no hubiese existido?

— Creo que lo hubiera inventado, habría buscado otra actividad porque yo tenía mucha energía física. Viví muchos años a full con el deporte, pero después hubo un tiempo para recapacitar y de tanto darse golpes en la vida, uno piensa que hay que revisar algo. Acá, en Santa Fe, leí una vez un graffiti que decía “la lucidez me persigue pero yo no me dejo alcanzar”; yo en la adolescencia era más o menos así, andaba tan rápido que la lucidez no me alcanzaba nunca.
El club llenó muchos espacios, aunque también fui boy scout y participé en campamentos. Cuando sos adolescente hay muchas horas para llenar y más cuando uno es medio vago para estudiar. El club San Lorenzo fue muy importante, si no hubiese estado lo habríamos inventado o hubiese aparecido algún fundador que creara algo para que la gente cante, charle, baile, tome mate, es decir, se relacione.

— ¿Por qué el básquet no siguió siendo parte de tu vida?

— En primer lugar, me enfermé a los 19 años, y cuando volví no estaba con las mismas ganas de siempre. Andaba todo el día en movimiento, juntándome con mis compañeros, armando el viaje de estudio, quería estar en todas también, y cuando paré por la enfermedad tuve un tiempo para pensar y me di cuenta de que el básquet no me hacía feliz. Siempre quería ganar y ganar, pero a veces no era así, y cuando perdía se me venía el mundo abajo. Por eso el competir es engañoso, hay que competir con uno mismo, mirarse y tratar de ser mejor todos los días. Intuí que el básquet no me ayudaba en ese momento. También jugué al fútbol y me fue bien, pero hubo un problema y desafiliaron al equipo. Y después ya comencé a trabajar en el banco.
Lo que no encontré en el deporte lo fui buscando en un libro, me incliné a la parte cultural, al cine, plástica, empecé a mirar el arte un poco más. Me acuerdo que cuando cobré mi primer sueldo lo primero que compré fue un equipo de música y escuchaba Serrat, León Gieco, Victor Heredia, cantautores con un compromiso ideológico. Y así me fui construyendo una manera de pensar y me fui parando en una ideología. Encontré gente en la vida que me fue tirando cosas, pautas que yo no sabía que existían, y es lo que también intento hacer con mi hija y mis sobrinos.

Uno de los perros se acerca y exige de “Checo” su atención, su instinto animal lo lleva a husmear al “forastero” de atrás y de adelante. Parece que pasó la prueba y el hocico del can va a parar a la pierna a la espera de una caricia, que se hace esperar, pero que por fin llega haciendo sentir al animal significativo en la escena. A partir de ahora somos tres entretejiendo el encuentro.

— Dentro de esa mente cambiante y multifacética, ¿existió la posibilidad de empezar una carrera universitaria?

— Sí. Yo apunté a la Arquitectura, pero después por problemas de pueblo, de inmadurez, por ver a la novia, por no tener la cabeza clara y ese equilibrio que uno debe tener para empezar a estudiar, todo eso hizo que la posibilidad de la carrera quede en la nada. Pero Arquitectura me sigue gustando, siempre estoy construyendo algo, siempre estoy mirando paredes y me imagino cosas, pero me falta la formación y la busco en otro lado. Hice dos años de Bellas Artes, fotografía, ahora estoy con la artesanía construyendo mesas y tratando de darle un sentido, un significado que más que nada es el de compartir. En Latinoamérica, y más que nada en Argentina, las mesas significan ese momento de compartir algo, un mate, un asado, una cerveza, un vino, forman parte de nuestra idiosincrasia.

— Siendo tan indeciso para los estudios, pero a la vez tan preocupado por aprehender conocimientos, ¿qué diferencias encontrás entre la educación pública de antes y la educación pública de hoy?

— La verdad que mucho no sé, conocí la de mi tiempo y ahora la de mi hija. Pienso que hubo una época en la Argentina en que el nivel educativo sobresalía sobre otros países, pero también tengo que reconocer que nos enseñaban la geografía de Europa antes que la nuestra. Por ahí también era mucho contenido, y eso no quiere decir que sea bueno, porque te enseñaban historia y a repetir como lorito lo que el docente te contaba, que San Martín nació en Yapeyú, provincia de Corrientes y murió en 1850 en Boulogne, Francia. Pero, ¿por qué se fué?, ¿por qué no se quedó?, no se hablaban de los porqués, nunca nos enseñaron a pensar. Creo que ahora hay docentes, y en mi época también los habría, que están más preocupados por enseñarle a razonar a los chicos. Y a mí, sinceramente, no me interesa que mi hija se sepa historia argentina de pe a pa y no sepa leer la realidad. Te tienen que enseñar a que vos, mirando la realidad y tomando elementos que ya te dio la historia, puedas decir si se repite este proceso, o estamos así por esto o por aquello.
Por otro lado, la figura del docente está denigrada. Ya no se lo respeta como antes. Ahora es víctima de agravios, golpizas, amenazas, y no sólo por parte de los adultos sino también por sus propios alumnos. Antes, nosotros veíamos en el maestro a alguien intachable, jamás se nos hubiese ocurrido levantarle la voz y mucho menos agredirlo.

— Estando tan volcado al arte, a la plástica, ¿cómo es que llegaste a trabajar en el banco?

— Fue en 1979, era la época en que el Banco de Santa Fe estaba tomando gente. Me enteré cuando todavía estaba jugando al básquet. El banco tenía una política de tomar deportistas, vos tenías que tener el secundario con orientación en Perito Mercantil. Fui con algunos chicos a rendir y quedé. A partir de entonces, empecé a formar parte de un grupo de trabajo, cumplir horarios, resignar el club, en sí, el banco te absorbe muchísimo tiempo. Pero el laburo no me solucionó mis quilombos mentales, tenía mis temas, mis conflictos, fue nada más que un comienzo.
En el banco de Tostado trabajé siete años y después estuve 11 años en el de Córdoba. Del pueblo me fui porque me separé y fue todo un problema, hice las cosas mal, la gente me juzgaba y sentía una gran presión, pero también aparecieron personas que no pensaba que me iban a dar una mano — dijo afligido a la vez que dubitativo, como queriendo ocultar los errores de su pasado —. Después tuve la suerte de que mi hermano Gabriel estaba estudiando en Córdoba y me dijo
que la movida cultural de allá era linda y que me iba a gustar. Y allá me fui, con una novia que tenía en ese entonces, estuvimos viviendo juntos cuatro años hasta que nos separamos.

— ¿Cómo fue tu experiencia en el banco?

— Aprendés como en todos lados, ves cosas que te gustan, que no te gustan, he tenido buenos compañeros, malos compañeros, gente muy individualista que cuida su bolsillo, pero después si el banco te tiene que pegar una patada y dejarte sin trabajo no tiene problemas. Es un sistema que funciona así, lo más lindo es la camadería, la gauchada que podés hacer, las amistades que podés formar.
La verdad que del banco me ha quedado muy poco, pero sí aprendí que están para sacarle plata a la gente. Han perdido la esencia para lo que han sido fundados, es decir, fomentar la industria, la vivienda, la producción de una comunidad, de una región, de una provincia. La plata debe estar al servicio de la gente y no la gente al servicio de la plata. Es más importante un banco que un hospital, nosotros teníamos pisos y paredes de mármol y los hospitales y escuelas se caen a pedazos. Lo único que aprendí de los Bancos es que le roban el esfuerzo a la gente.

Ya eran casi las dos de la tarde, había transcurrido una hora del comienzo de la charla, pero “Checo” no se mostraba agotado, con ganas de que el encuentro concluyera, sino con ansías de contar su historia, de ir entrelazándola, tal vez de ir armando cada pedazo, cada etapa. Por otra parte la tarde se mostraba reluciente, el sol no cesaba de acalorar la escena, aún bajo los efectos del viento otoñal que de a ratos, bajo la sombra, se hacía sentir crudamente.

— ¿Qué fue lo que te motivó a dejar el banco?

— Yo no me quería jubilar bancario, quería jubilarme de otra cosa. En Córdoba hice Bellas Artes, pero ahí tampoco encontré lo que buscaba, entonces dejé. Siempre me gustó hacer las cosas lindas, es decir, no sólo que sean útiles sino que también tengan un sentido estético. Pensá que los habitantes de esta Latinoamérica tan devastada y explotada, hacían y hacen vasijas, cacharros, artesanías, y a todas esas cosas les dejan y les dejaban la huella de la búsqueda estética. Cada cultura tiene su estilo y no es en vano todo eso, forma parte de la vida humana, del hombre que imagina cosas. Creo que hay que intentar cambiar el mundo, pero mientras tanto cambiamos nuestra casa, empezamos con nuestra pieza cuando somos chicos y le ponemos posters de la gente que nos interesa, entonces ya empezamos a formar un mundo y el entorno que queremos tener.
Pero en fin, cuando se privatizó el banco vos tenías oportunidades de irte a otra repartición, pero en Córdoba no había reparticiones públicas de la provincia de Santa Fe y entonces me quedé en la calle.

— Te fuiste del banco, estuviste en Bellas Artes, ¿cuál fue tu próximo destino?

— Se cruzaron algunas mujeres, se cruzó la madre de mi hija, con la cual conviví pero al poco tiempo me separé y quedó la nena en Córdoba, entonces me quise quedar en Córdoba también. Cuando cobré la plata que te daban en el banco, guardé un poco y otro poco le presté a mi hermano, empecé a ayudar a la madre de mi hija, también emprendí algunas changas como peón de albañil y pintor. Cuando perdés el laburo te quedás sin nada y no sabés para donde patear. Igualmente yo siempre fui medio gasolero. La plata que ganaba la invertía en algún libro, en una muestra, en ir a la bienal de San Pablo, la gasté en cosas que te van llenando y formando la cabeza. Creo que lo más importante es crecer de adentro, y me di cuenta que tenía que meterle al bocho un montón de información porque no había estudiado y eso a su vez te va construyendo una manera de pensar y si no te calentás quedás lejos de todo, te perdés un montón de cosas. Intentaba probando lo que fuera, tengo facilidad para un montón de cosas, pero son muchas cosas y no definís ninguna. Lo lógico sería elegir alguna y darle, pero uno hace siempre lo que puede.
Después apareció otra mujer, Marta, con la cual conviví. Sobrevivíamos haciendo pan casero, empanadas, tallando piedra, madera, tejiendo el telar. Después surgió el viaje a Cuba y a otra cosa mariposa.

— ¿Y cómo nació la posibilidad de ese viaje?

— En realidad yo había leído cosas sobre la revolución, el diario escrito por el Che, libros de Fidel Castro. Pero en sí, me motivó el hecho de conocer una médica cubana que trabajaba con mi hermano, quien me insistió para que vaya a visitarla. Justo tenía esa plata que me habían pagado del banco y estaba el maldito 1 a 1, entonces aproveché y me fui.
Estuve 27 días en La Habana y gaste $700, casi nada, porque allá no fui a hacer turismo de hotel, de playa, no comí ni tomé nada en un bar para extranjeros. Todo lo que hice, lo hice en los lugares donde los cubanos consumen.
En Cuba me encontré con un loco que era empleado del gobierno y organizaba los campamentos para estudiantes. Me llevó al pico Turquino, estuve también en plena Sierra Maestra, subiendo hasta arriba donde anduvieron el Che y Fidel cuando iniciaron la revolución. Todo eso para mí era historia, y lo maravilloso es que todavía hay gente viva que vio pasar a la guerrilla, son campesinos con quienes vos hablás y te cuentan la historia, que aún sigue estando tan fresca, a pesar de
los años que pasaron de la revolución. Para colmo, cuando les decís que sos de los pagos del Che ya te quieren, sólo por ser argentino. Todo esto fue un sueño, todo era anhelado, conocer Cuba, ver la foto del Che y Fidel frente al monumento a José Martí. Eso fue algo alucinante.

Cuando regresó de Centroamérica, “Checo” continuó viviendo en Córdoba abocado a sus artesanías y a la venta del pan casero. Pero poco después, un nuevo destino lo aguardaba…

— Volviste de Cuba y al poco tiempo te fuiste a Suecia, ¿cómo surgió el arribo al viejo continente?

— Llego un momento en que la casa donde vivíamos estaba llena de deudas. Probamos de todo, vendíamos los domingos, uno te iba bien y el otro no, estuvimos en el club del trueque, pero siempre estábamos sobreviviendo y los impuestos se empezaban a acumular. Entonces se abarajó la posibilidad de estar unos años en Suecia, pagar las deudas y volver — expresó sin detenerse en los detalles que lo llevaron a distanciarse del país —. Y cuando me fui, el desarraigo me afectó muchísimo, empecé a extrañar, más que nada a mi hija. Para colmo allá a las cuatro de la tarde ya es de noche y con el frío, me la pasaba encerrado, a esto se le suma que el idioma es difícil. Pasé todo el invierno allá y cuando empezó la época linda agarré mis bolsos y retorné a la Argentina. Además, las cosas con Marta venían mal, complicadas, los problemas económicos habían desgastado a la pareja. Y cuando regresé a la Argentina nos separamos, cada uno siguió con su vida porque estaba a miles de kilómetros y es imposible proyectar algo. Aparte, ahora se cruzó otra mujer que me mueve el piso, que me alegra el corazón y los días, porque no hay mejor estado del hombre que cuando se enamora. Entonces, en este momento, trato de que dure mucho toda esa parte que parece como si uno anda de luna de miel.
Como dice Joaquín Sabina, “…que todas las noches sean lunas de miel.”

— Con tantos destinos habitados y vividos, ¿cómo llegaste al barrio?

— Cuando volví de Suecia tuve que empezar de cero. Estuve un tiempo viviendo con mis viejos, acá en Santa Fe, mientras juntaba cosas y lentamente retomaba mi querido oficio de artesano. Cuando acumulé un cierto número de artesanías conseguí exponer mis trabajos en la feria de la plaza Pueyrredón. Por suerte me fue bien y, una vez que obtuve cierto capital, sumado a una plata que traía de Suecia, pude comprarme una casita en la que, con el tiempo, fui montando mi taller. Y acá estoy, hace cuatro años que vivo en este barrio, del cual me enamoré por su gente, su calidez, por que me hace recordar a mi querido Tostado, donde vos salís a la calle y te saluda desde el que pasa en bicicleta hasta el cartero que te viene a traer la correspondencia. Me impresionó esa cordialidad, que no existe en todos lados, pero que te alegra la vida. Te hace sentir bien saber que al lado de tu casa hay alguien que te puede ayudar, que te puede dar una mano.

— ¿Cómo es el “Checo” de barrio fomento 9 de julio?

— Qué puedo decirte de mí — dijo en medio de una sutil sonrisa que asomaba de su rostro —. No puedo describirme, pero sí puedo dar cuenta de la persona que intento ser todos los días. Alguien generoso, cortés, que siempre está dispuesto a brindar una mano, un consejo, una ayuda a quien lo necesite. Mi relación con los vecinos es excelente, acá todos saben que pueden contar conmigo para lo que sea. Desde prestar herramientas, organizar un asado, cuidar una casa. En general, este barrio tiene mucho de mí. He hecho numerosas cosas, entre ellas, artesanías, muebles, adornos, que los vecinos tienen en sus casas porque me los han encargado. En casi todos los hogares hay un poco de “Checo”. Sin quererlo y sin proponérmelo, formo parte del alma de este barrio, al cual le voy a estar eternamente agradecido, por su calidez, su cobijo, su vigor, su espíritu y, por sobre todas las cosas, el cariño de su gente.

— ¿Te quedó algún sueño por cumplir?

— Creo que a pesar de mi edad, tengo todavía tantas expectativas sobre lo que la vida me puede dar y de lo que yo le puedo dar a la vida, y darle también a los otros. No tengo sueños grandilocuentes pero sí aprender a vivir, que ya es muy difícil. Encontrar ese punto de paz interior en el que uno disfruta de la vida y avanza. Ese es mi sueño, aprender a vivir, no convertirme en un sabio, pero si tener una maleta de conocimientos que me permitan equivocarme cada vez menos, porque en ese error hice sufrir a mucha gente y también terminé sufriendo yo.

Y así, lánguidamente, sus palabras se fueron esfumando. Con la envidiable serenidad que muy pocos poseen, “Checo”se había empapado de recuerdos, de presencias, de ausencias, de memorias, de nombres, de lugares, de amores. Había rememorado a aquel niño soñador, al jugador de básquet, al pintor, al fotógrafo, al bancario, al estudiante que no pudo ser, al artesano… Pudo evocar todo lo que fue y lo que añoró ser.
No quería robarle más tiempo, el aprendiz debía volver a su taller para continuar dándole vida a las cosas. A lo mejor, después de su visita, algo lo haya inquietado y quiera reflejarlo en alguna artesanía: los perros revoloteando, el jazmín reposando sobre el muro, el vertiginoso viento, el manto castaño de las hojas, el resplandor del sol, quizás esculpir un juego de mesa y silla cuyo único fin sea el de contener un encuentro entre amigos, a lo mejor haya imaginado una jugada de básquet, o se le haya venido a la mente una escena para un cuadro o para eternizar en una fotografía. Quién sabe que podrá pasar por esa mente inquieta, versátil y multifacética que lo único que anhela en la vida es, valga la redundancia, aprender a vivir.

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