sábado, 14 de junio de 2008

EL PERSONAJE DE MI BARRIO

Más historias de personajes que forman parte de nuestra vida...
EL GRATO OFICIO DE TALLAR LA VIDA

Es casi la una de la tarde y el astro solar se encuentra en todo su esplendor. Sus potentes rayos dan cuenta de que la siesta ha cobrado vida en el patio de la casa de calle Urquiza 4863. La escenografía se ofrece cálida, dos perros que van y que vienen tratando de alcanzar una bandada de pájaros que se acercan y salen al vuelo velozmente, burlándose de los pobres canes que enfurecidos no paran de acecharlos. Una tenue brisa trae consigo el aroma de un jazmín trepado al muro, que deja caer sus flores, cubriendo casi todo el piso de cemento que arde gracias a la refulgencia del sol. El viento se hace presente de a momentos azotando las pilchas que yacen tendidas en la cuerda, en una especie de baile, de danza, pareciera que en cualquier momento se caerán al suelo.
Ya se presagia el otoño, a pesar de que en Santa Fe el verano extiende su estadía, haciendo retrasar la partida del calor. Las hojas de los árboles caen sigilosamente, envolviendo los canteros, las macetas y hasta el extinguido césped cual si fuera un tapado marrón que los abriga. El silencio es casi total, alguna que otra mosca rondando, la quemazón del sol, la calidez del viento, el desvanecimiento de las hojas. Todas postales, sensaciones, que la siesta en el patio convida mientras se hace esperar la llegada de Sergio Pucheta, un alumno de la vida que por estos tiempos está aprendiendo a ser artesano.
Cuando se concertó la entrevista, “Checo”, como lo suelen llamar en el barrio Fomento 9 de julio, pidió casi implorando, que el lugar de la charla no fuese en su casa. “Tengo tantas cosas, entre hierros, maderas, herramientas, pinturas, cosas ya hechas y otras por hacer, que en cualquier momento voy a tener que salir de mi casa para que mis artesanías puedan entrar”, dijo aquel día en su taller, en donde rodeado de pinturas, utensilios y cacharros, la invitación a la entrevista lo tomó por sorpresa causándole una grata emoción. Por esta razón más que justificada, se acordó que el escenario del encuentro fuese en la casa del cronista.
“Checo” es un hombre robusto, de pelo oscuro cubierto por algunas canas que asoman sobre su prominente cabellera. Su rostro, añejo y curtido por los años, se acopia perfectamente al ropaje que utiliza diariamente. Camisas y pantalones de ombú conforman su vestuario cotidiano, algunas veces con manchas de pintura y de grasa que denotan largas jornadas de trabajo.
“Checo” es conocido en el vecindario por sus artesanías. No debe haber un sólo vecino que no tenga en su haber alguna que otra manufactura realizada por las laboriosas manos de Sergio. En general, se le encargan mesas, sillas, veladores, lámparas, cuadros, repisas, entre otros objetos, que son realizados a partir del reciclaje, al cual “Checo” le incorpora la carga subjetiva de todo artista. La mayoría de sus trabajos poseen un rasgo distintivo: tienen la impronta del campo, y es que “Checo”, tostadense desde hace 49 años, en su afán por recordar sus pagos, incluye en sus artesanías las sensaciones que el viejo y querido litoral le ha provocado en la memoria.
Su casa es un taller, que sobresale en la cuadra por transgredir el estilo propio del barrio. El frente es característico por sus puertas y ventanas de madera, los pájaros de hierro y caña que cuelgan del alero, el sillón y la mesita que se hallan sumergidos en el jardín y las incontables herramientas que, desparramadas sobre el césped, aguardan ser de utilidad en alguna creación.
Sergio vive solo, aunque posee la grata compañía de dos perros, de procedencia callejera, que siempre están revoloteando entre sus cosas.
Cuando parece un hecho su ausencia, surge su semblante figura a través del ventanal que comunica la vivienda con el patio. Con una sonrisa que suplica disculpas se acerca hacia donde será el lugar de la entrevista, dos sillones de jardín bajo un limonero, y me regala un beso al tiempo da cuenta del porqué de su demora.
Sin redundar tanto en cuestiones ajenas al encuentro, la charla comienza mientras “Checo” degusta un mate, infaltable en estos momentos, que aclimata el ambiente brindándole confianza y a la vez eliminando cualquier estado de inhibición.

— ¿Qué imagen se te viene a la mente si te digo infancia?

— Que palabrita, ¿no? Me acuerdo de la energía que uno tiene cuando es chico, que se levanta siempre como buscando algo. En mi infancia, hasta los seis años, tuve un patio muy grande donde se cuidaban y criaban caballos para las carreras. Había uno manso que se llamaba Picasso y andábamos con él, jugando por todos lados. Como imagen tengo eso, pero también recuerdo una actitud que tenemos cuando somos niños de no parar nunca, esa energía que uno tiene y que todo lo hace corriendo y aún así, siempre te está faltando tiempo. Estaba todo el día en el patio y cuando me llamaban a comer me enojaba porque me cortaban mi historia, mi mundo. Otra cosa que se me viene a la mente es el cine, la matinée de los domingos, almorzábamos muy rápido porque ya a las dos de la tarde teníamos que estar en la sala. Veíamos películas épicas, de Hércules, también El club del Clan. La gente grande quedaba maravillada al ver a Sansón, un tipo musculoso y que a mi también me impresionaba. Y el cine estuvo ahí con toda su fantasía, tirando disparadores a la imaginación, que por cierto no tiene límites y es inmanejable.

— ¿Qué recuerdos tenés de Tostado, tu pueblo?

— Fueron los primeros 25 años de mi vida, que son como los fundamentales porque ahí pasó la infancia y después llegó la adolescencia con sus problemáticas e inquietudes. Hacía todas las actividades que podía porque vivía cerca de un club, el club San Lorenzo, y ahí empecé a jugar al básquet. Pude sentirme bien porque sobresalí un poco, sin creerme una estrella logré cierto nivel. El básquet para mí era una pasión, fantaseaba todo el tiempo y le iba y le preguntaba al entrenador si se podía hacer esto, hacer lo otro. Nos tenían que echar del club, nos apagaban la luz y al otro día, a las nueve de la mañana estábamos de nuevo con las mismas ganas.
En los pueblos si no tenés un club no hacés deporte, y por ahí terminás en la timba o en el alcohol, te metés en los vicios porque no tenés otra alternativa. Nosotros en el club jugábamos al básquet, fútbol, tenis criollo, natación. Las horas las llenábamos de otra manera, nos relacionábamos con los demás. También hice teatro y canté, todas las que se me cruzaban las hacía. En la ciudad hay más actividades pero muy poca gente las hace. Parece que estamos destinados a ser espectadores y creo que en la vida tenemos que ser actores. El que no puede jugar al básquet es el que pinta la cancha para que otro juegue, y pinta el tablero, arma las redes, organiza rifas. Pero hace cosas. Todo tenemos un lugar en el grupo, también hay que valorar al que no tira al aro y no mete los goles. Algunos no están en el juego pero participan de otra manera y en la vida también es así, todos somos importantes. Lo que pasa es que este sistema te hace creer que los que ponen la caripela, son los primordiales. Y te das cuenta que no fueron más felices que los otros. Yo, a los 19 años, dejé de jugar porque me di cuenta, después de que me enfermé — aludió sin dar cuenta de cuál fue su enfermedad y la gravedad de la misma­ —, que me había pasado de entrenamiento, que campeón de esto, de lo otro, y no me sentía feliz, no me llenaba la vida.
De Tostado recuerdo eso y también amores que no fueron, amores perdidos, toda la gente que conozco gracias a haber hecho algún deporte. Imaginate que vuelvo al pueblo y todos me conocen, por eso es también importante el otro, que te mira y dice “vos sos Pedrito, José…” pero sos vos. Cuando el otro te reconoce cobrás existencia y eso ya te convierte en actor de la vida.

La fresca brisa de la siesta acopiándose con la luminosidad del sol, azotaba el rostro de “Checo” y lo resplandecía. El llevarlo a través del tiempo a su infancia, y hacerle recordar momentos que estaban guardados en su mente pero que yacían inertes y reivindicarlos, le producían una intensa emoción, que se verificaba en la espontánea humedad que irradiaba de sus ojos.


— ¿Cómo imaginás tu vida en Tostado si el club San Lorenzo no hubiese existido?

— Creo que lo hubiera inventado, habría buscado otra actividad porque yo tenía mucha energía física. Viví muchos años a full con el deporte, pero después hubo un tiempo para recapacitar y de tanto darse golpes en la vida, uno piensa que hay que revisar algo. Acá, en Santa Fe, leí una vez un graffiti que decía “la lucidez me persigue pero yo no me dejo alcanzar”; yo en la adolescencia era más o menos así, andaba tan rápido que la lucidez no me alcanzaba nunca.
El club llenó muchos espacios, aunque también fui boy scout y participé en campamentos. Cuando sos adolescente hay muchas horas para llenar y más cuando uno es medio vago para estudiar. El club San Lorenzo fue muy importante, si no hubiese estado lo habríamos inventado o hubiese aparecido algún fundador que creara algo para que la gente cante, charle, baile, tome mate, es decir, se relacione.

— ¿Por qué el básquet no siguió siendo parte de tu vida?

— En primer lugar, me enfermé a los 19 años, y cuando volví no estaba con las mismas ganas de siempre. Andaba todo el día en movimiento, juntándome con mis compañeros, armando el viaje de estudio, quería estar en todas también, y cuando paré por la enfermedad tuve un tiempo para pensar y me di cuenta de que el básquet no me hacía feliz. Siempre quería ganar y ganar, pero a veces no era así, y cuando perdía se me venía el mundo abajo. Por eso el competir es engañoso, hay que competir con uno mismo, mirarse y tratar de ser mejor todos los días. Intuí que el básquet no me ayudaba en ese momento. También jugué al fútbol y me fue bien, pero hubo un problema y desafiliaron al equipo. Y después ya comencé a trabajar en el banco.
Lo que no encontré en el deporte lo fui buscando en un libro, me incliné a la parte cultural, al cine, plástica, empecé a mirar el arte un poco más. Me acuerdo que cuando cobré mi primer sueldo lo primero que compré fue un equipo de música y escuchaba Serrat, León Gieco, Victor Heredia, cantautores con un compromiso ideológico. Y así me fui construyendo una manera de pensar y me fui parando en una ideología. Encontré gente en la vida que me fue tirando cosas, pautas que yo no sabía que existían, y es lo que también intento hacer con mi hija y mis sobrinos.

Uno de los perros se acerca y exige de “Checo” su atención, su instinto animal lo lleva a husmear al “forastero” de atrás y de adelante. Parece que pasó la prueba y el hocico del can va a parar a la pierna a la espera de una caricia, que se hace esperar, pero que por fin llega haciendo sentir al animal significativo en la escena. A partir de ahora somos tres entretejiendo el encuentro.

— Dentro de esa mente cambiante y multifacética, ¿existió la posibilidad de empezar una carrera universitaria?

— Sí. Yo apunté a la Arquitectura, pero después por problemas de pueblo, de inmadurez, por ver a la novia, por no tener la cabeza clara y ese equilibrio que uno debe tener para empezar a estudiar, todo eso hizo que la posibilidad de la carrera quede en la nada. Pero Arquitectura me sigue gustando, siempre estoy construyendo algo, siempre estoy mirando paredes y me imagino cosas, pero me falta la formación y la busco en otro lado. Hice dos años de Bellas Artes, fotografía, ahora estoy con la artesanía construyendo mesas y tratando de darle un sentido, un significado que más que nada es el de compartir. En Latinoamérica, y más que nada en Argentina, las mesas significan ese momento de compartir algo, un mate, un asado, una cerveza, un vino, forman parte de nuestra idiosincrasia.

— Siendo tan indeciso para los estudios, pero a la vez tan preocupado por aprehender conocimientos, ¿qué diferencias encontrás entre la educación pública de antes y la educación pública de hoy?

— La verdad que mucho no sé, conocí la de mi tiempo y ahora la de mi hija. Pienso que hubo una época en la Argentina en que el nivel educativo sobresalía sobre otros países, pero también tengo que reconocer que nos enseñaban la geografía de Europa antes que la nuestra. Por ahí también era mucho contenido, y eso no quiere decir que sea bueno, porque te enseñaban historia y a repetir como lorito lo que el docente te contaba, que San Martín nació en Yapeyú, provincia de Corrientes y murió en 1850 en Boulogne, Francia. Pero, ¿por qué se fué?, ¿por qué no se quedó?, no se hablaban de los porqués, nunca nos enseñaron a pensar. Creo que ahora hay docentes, y en mi época también los habría, que están más preocupados por enseñarle a razonar a los chicos. Y a mí, sinceramente, no me interesa que mi hija se sepa historia argentina de pe a pa y no sepa leer la realidad. Te tienen que enseñar a que vos, mirando la realidad y tomando elementos que ya te dio la historia, puedas decir si se repite este proceso, o estamos así por esto o por aquello.
Por otro lado, la figura del docente está denigrada. Ya no se lo respeta como antes. Ahora es víctima de agravios, golpizas, amenazas, y no sólo por parte de los adultos sino también por sus propios alumnos. Antes, nosotros veíamos en el maestro a alguien intachable, jamás se nos hubiese ocurrido levantarle la voz y mucho menos agredirlo.

— Estando tan volcado al arte, a la plástica, ¿cómo es que llegaste a trabajar en el banco?

— Fue en 1979, era la época en que el Banco de Santa Fe estaba tomando gente. Me enteré cuando todavía estaba jugando al básquet. El banco tenía una política de tomar deportistas, vos tenías que tener el secundario con orientación en Perito Mercantil. Fui con algunos chicos a rendir y quedé. A partir de entonces, empecé a formar parte de un grupo de trabajo, cumplir horarios, resignar el club, en sí, el banco te absorbe muchísimo tiempo. Pero el laburo no me solucionó mis quilombos mentales, tenía mis temas, mis conflictos, fue nada más que un comienzo.
En el banco de Tostado trabajé siete años y después estuve 11 años en el de Córdoba. Del pueblo me fui porque me separé y fue todo un problema, hice las cosas mal, la gente me juzgaba y sentía una gran presión, pero también aparecieron personas que no pensaba que me iban a dar una mano — dijo afligido a la vez que dubitativo, como queriendo ocultar los errores de su pasado —. Después tuve la suerte de que mi hermano Gabriel estaba estudiando en Córdoba y me dijo
que la movida cultural de allá era linda y que me iba a gustar. Y allá me fui, con una novia que tenía en ese entonces, estuvimos viviendo juntos cuatro años hasta que nos separamos.

— ¿Cómo fue tu experiencia en el banco?

— Aprendés como en todos lados, ves cosas que te gustan, que no te gustan, he tenido buenos compañeros, malos compañeros, gente muy individualista que cuida su bolsillo, pero después si el banco te tiene que pegar una patada y dejarte sin trabajo no tiene problemas. Es un sistema que funciona así, lo más lindo es la camadería, la gauchada que podés hacer, las amistades que podés formar.
La verdad que del banco me ha quedado muy poco, pero sí aprendí que están para sacarle plata a la gente. Han perdido la esencia para lo que han sido fundados, es decir, fomentar la industria, la vivienda, la producción de una comunidad, de una región, de una provincia. La plata debe estar al servicio de la gente y no la gente al servicio de la plata. Es más importante un banco que un hospital, nosotros teníamos pisos y paredes de mármol y los hospitales y escuelas se caen a pedazos. Lo único que aprendí de los Bancos es que le roban el esfuerzo a la gente.

Ya eran casi las dos de la tarde, había transcurrido una hora del comienzo de la charla, pero “Checo” no se mostraba agotado, con ganas de que el encuentro concluyera, sino con ansías de contar su historia, de ir entrelazándola, tal vez de ir armando cada pedazo, cada etapa. Por otra parte la tarde se mostraba reluciente, el sol no cesaba de acalorar la escena, aún bajo los efectos del viento otoñal que de a ratos, bajo la sombra, se hacía sentir crudamente.

— ¿Qué fue lo que te motivó a dejar el banco?

— Yo no me quería jubilar bancario, quería jubilarme de otra cosa. En Córdoba hice Bellas Artes, pero ahí tampoco encontré lo que buscaba, entonces dejé. Siempre me gustó hacer las cosas lindas, es decir, no sólo que sean útiles sino que también tengan un sentido estético. Pensá que los habitantes de esta Latinoamérica tan devastada y explotada, hacían y hacen vasijas, cacharros, artesanías, y a todas esas cosas les dejan y les dejaban la huella de la búsqueda estética. Cada cultura tiene su estilo y no es en vano todo eso, forma parte de la vida humana, del hombre que imagina cosas. Creo que hay que intentar cambiar el mundo, pero mientras tanto cambiamos nuestra casa, empezamos con nuestra pieza cuando somos chicos y le ponemos posters de la gente que nos interesa, entonces ya empezamos a formar un mundo y el entorno que queremos tener.
Pero en fin, cuando se privatizó el banco vos tenías oportunidades de irte a otra repartición, pero en Córdoba no había reparticiones públicas de la provincia de Santa Fe y entonces me quedé en la calle.

— Te fuiste del banco, estuviste en Bellas Artes, ¿cuál fue tu próximo destino?

— Se cruzaron algunas mujeres, se cruzó la madre de mi hija, con la cual conviví pero al poco tiempo me separé y quedó la nena en Córdoba, entonces me quise quedar en Córdoba también. Cuando cobré la plata que te daban en el banco, guardé un poco y otro poco le presté a mi hermano, empecé a ayudar a la madre de mi hija, también emprendí algunas changas como peón de albañil y pintor. Cuando perdés el laburo te quedás sin nada y no sabés para donde patear. Igualmente yo siempre fui medio gasolero. La plata que ganaba la invertía en algún libro, en una muestra, en ir a la bienal de San Pablo, la gasté en cosas que te van llenando y formando la cabeza. Creo que lo más importante es crecer de adentro, y me di cuenta que tenía que meterle al bocho un montón de información porque no había estudiado y eso a su vez te va construyendo una manera de pensar y si no te calentás quedás lejos de todo, te perdés un montón de cosas. Intentaba probando lo que fuera, tengo facilidad para un montón de cosas, pero son muchas cosas y no definís ninguna. Lo lógico sería elegir alguna y darle, pero uno hace siempre lo que puede.
Después apareció otra mujer, Marta, con la cual conviví. Sobrevivíamos haciendo pan casero, empanadas, tallando piedra, madera, tejiendo el telar. Después surgió el viaje a Cuba y a otra cosa mariposa.

— ¿Y cómo nació la posibilidad de ese viaje?

— En realidad yo había leído cosas sobre la revolución, el diario escrito por el Che, libros de Fidel Castro. Pero en sí, me motivó el hecho de conocer una médica cubana que trabajaba con mi hermano, quien me insistió para que vaya a visitarla. Justo tenía esa plata que me habían pagado del banco y estaba el maldito 1 a 1, entonces aproveché y me fui.
Estuve 27 días en La Habana y gaste $700, casi nada, porque allá no fui a hacer turismo de hotel, de playa, no comí ni tomé nada en un bar para extranjeros. Todo lo que hice, lo hice en los lugares donde los cubanos consumen.
En Cuba me encontré con un loco que era empleado del gobierno y organizaba los campamentos para estudiantes. Me llevó al pico Turquino, estuve también en plena Sierra Maestra, subiendo hasta arriba donde anduvieron el Che y Fidel cuando iniciaron la revolución. Todo eso para mí era historia, y lo maravilloso es que todavía hay gente viva que vio pasar a la guerrilla, son campesinos con quienes vos hablás y te cuentan la historia, que aún sigue estando tan fresca, a pesar de
los años que pasaron de la revolución. Para colmo, cuando les decís que sos de los pagos del Che ya te quieren, sólo por ser argentino. Todo esto fue un sueño, todo era anhelado, conocer Cuba, ver la foto del Che y Fidel frente al monumento a José Martí. Eso fue algo alucinante.

Cuando regresó de Centroamérica, “Checo” continuó viviendo en Córdoba abocado a sus artesanías y a la venta del pan casero. Pero poco después, un nuevo destino lo aguardaba…

— Volviste de Cuba y al poco tiempo te fuiste a Suecia, ¿cómo surgió el arribo al viejo continente?

— Llego un momento en que la casa donde vivíamos estaba llena de deudas. Probamos de todo, vendíamos los domingos, uno te iba bien y el otro no, estuvimos en el club del trueque, pero siempre estábamos sobreviviendo y los impuestos se empezaban a acumular. Entonces se abarajó la posibilidad de estar unos años en Suecia, pagar las deudas y volver — expresó sin detenerse en los detalles que lo llevaron a distanciarse del país —. Y cuando me fui, el desarraigo me afectó muchísimo, empecé a extrañar, más que nada a mi hija. Para colmo allá a las cuatro de la tarde ya es de noche y con el frío, me la pasaba encerrado, a esto se le suma que el idioma es difícil. Pasé todo el invierno allá y cuando empezó la época linda agarré mis bolsos y retorné a la Argentina. Además, las cosas con Marta venían mal, complicadas, los problemas económicos habían desgastado a la pareja. Y cuando regresé a la Argentina nos separamos, cada uno siguió con su vida porque estaba a miles de kilómetros y es imposible proyectar algo. Aparte, ahora se cruzó otra mujer que me mueve el piso, que me alegra el corazón y los días, porque no hay mejor estado del hombre que cuando se enamora. Entonces, en este momento, trato de que dure mucho toda esa parte que parece como si uno anda de luna de miel.
Como dice Joaquín Sabina, “…que todas las noches sean lunas de miel.”

— Con tantos destinos habitados y vividos, ¿cómo llegaste al barrio?

— Cuando volví de Suecia tuve que empezar de cero. Estuve un tiempo viviendo con mis viejos, acá en Santa Fe, mientras juntaba cosas y lentamente retomaba mi querido oficio de artesano. Cuando acumulé un cierto número de artesanías conseguí exponer mis trabajos en la feria de la plaza Pueyrredón. Por suerte me fue bien y, una vez que obtuve cierto capital, sumado a una plata que traía de Suecia, pude comprarme una casita en la que, con el tiempo, fui montando mi taller. Y acá estoy, hace cuatro años que vivo en este barrio, del cual me enamoré por su gente, su calidez, por que me hace recordar a mi querido Tostado, donde vos salís a la calle y te saluda desde el que pasa en bicicleta hasta el cartero que te viene a traer la correspondencia. Me impresionó esa cordialidad, que no existe en todos lados, pero que te alegra la vida. Te hace sentir bien saber que al lado de tu casa hay alguien que te puede ayudar, que te puede dar una mano.

— ¿Cómo es el “Checo” de barrio fomento 9 de julio?

— Qué puedo decirte de mí — dijo en medio de una sutil sonrisa que asomaba de su rostro —. No puedo describirme, pero sí puedo dar cuenta de la persona que intento ser todos los días. Alguien generoso, cortés, que siempre está dispuesto a brindar una mano, un consejo, una ayuda a quien lo necesite. Mi relación con los vecinos es excelente, acá todos saben que pueden contar conmigo para lo que sea. Desde prestar herramientas, organizar un asado, cuidar una casa. En general, este barrio tiene mucho de mí. He hecho numerosas cosas, entre ellas, artesanías, muebles, adornos, que los vecinos tienen en sus casas porque me los han encargado. En casi todos los hogares hay un poco de “Checo”. Sin quererlo y sin proponérmelo, formo parte del alma de este barrio, al cual le voy a estar eternamente agradecido, por su calidez, su cobijo, su vigor, su espíritu y, por sobre todas las cosas, el cariño de su gente.

— ¿Te quedó algún sueño por cumplir?

— Creo que a pesar de mi edad, tengo todavía tantas expectativas sobre lo que la vida me puede dar y de lo que yo le puedo dar a la vida, y darle también a los otros. No tengo sueños grandilocuentes pero sí aprender a vivir, que ya es muy difícil. Encontrar ese punto de paz interior en el que uno disfruta de la vida y avanza. Ese es mi sueño, aprender a vivir, no convertirme en un sabio, pero si tener una maleta de conocimientos que me permitan equivocarme cada vez menos, porque en ese error hice sufrir a mucha gente y también terminé sufriendo yo.

Y así, lánguidamente, sus palabras se fueron esfumando. Con la envidiable serenidad que muy pocos poseen, “Checo”se había empapado de recuerdos, de presencias, de ausencias, de memorias, de nombres, de lugares, de amores. Había rememorado a aquel niño soñador, al jugador de básquet, al pintor, al fotógrafo, al bancario, al estudiante que no pudo ser, al artesano… Pudo evocar todo lo que fue y lo que añoró ser.
No quería robarle más tiempo, el aprendiz debía volver a su taller para continuar dándole vida a las cosas. A lo mejor, después de su visita, algo lo haya inquietado y quiera reflejarlo en alguna artesanía: los perros revoloteando, el jazmín reposando sobre el muro, el vertiginoso viento, el manto castaño de las hojas, el resplandor del sol, quizás esculpir un juego de mesa y silla cuyo único fin sea el de contener un encuentro entre amigos, a lo mejor haya imaginado una jugada de básquet, o se le haya venido a la mente una escena para un cuadro o para eternizar en una fotografía. Quién sabe que podrá pasar por esa mente inquieta, versátil y multifacética que lo único que anhela en la vida es, valga la redundancia, aprender a vivir.

domingo, 8 de junio de 2008

EL PERSONAJE DE MI BARRIO

En cada barrio de cualquier ciudad, de cualquier país del mundo, existen personajes: aquellas personas que tal vez no conocemos en profundidad, pero que basta la mención de su nombre para saber de quién estamos hablando. Personas que la vida ha colmado de experiencia, o que poseen algún rasgo que los hace inconfundibles. En fin, personajes.
En este caso, la entrevista creativa fue realizada a Félix Othatceguy, vecino del Barrio San Martín de la ciudad de Santo Tomé (provincia de Santa Fe). Él es una persona de aquella que da gusto escuchar por las experiencias vividas y la pasión que le incorpora a cada uno de los relatos sobre su vida.



Personaje Barrio San Martín: Félix Othatceguy

NO HAY QUE ESTAR LEJOS PARA SENTIR NOSTALGIA

Las ciudades están repletas de personajes, individuos comunes que se caracterizan por “llegar” de una manera particular a las personas: porque “caen” muy bien, o porque su mal carácter es único en su especie, y los hace ser alguien “especial”.
Todos los barrios de Santo Tomé tienen su representante: así como Margarito marcaba su territorio en el Barrio Libertad repartiendo diarios y gritando “dale Colón”; así como El loco Luna recorre las avenidas principales relatando los partidos de Boca y entonando canciones del Grupo Cali; el barrio San Martín quizás tenga a unos de los personajes más lúcidos de la ciudad.
Nuestro protagonista de hoy es, como muchas veces se dice: “un ser especial”. En su persona se combinan las más amorosas palabras, la solidaridad y la voluntad de servir al otro, la amabilidad y la simpatía, con la arrogancia y la terquedad, quizás propia de una persona que se encuentra cerca de su octava década de vida. De todos modos, sus virtudes son más visibles que sus defectos, lo que lo hace ser alguien muy querido en la ciudad.
Su domicilio es conocido por todos, y no es difícil encontrar el camino para llegar. Córdoba 2006: la casa de la esquina en donde habita este hombre de apellido difícil, que resiste todo tipo de pronunciación y de escritura. Lo cierto es que es de origen vasco-francés y que son pocos los que conocen su forma correcta. Se escribe “Othatceguy”.
Bastaron unos suaves golpes de manos para que su esposa, siempre atenta a la llegada de algún visitante, saliera al encuentro y me recibiera con un caluroso abrazo de bienvenida.
— ¡Negro, mirá quién vino!, sonaron los casi-gritos de la amable mujer, que siempre recibe a las visitas de la misma manera: un afectuoso saludo y un mate calentito.
Si uno no conoce la casa por dentro, es posible perderse entre tantas puertas cerradas y pasillos laberínticos, pero la voz fuerte del caballero llegó a mi encuentro, por lo cual no fue necesario hacer un tour por la vivienda en busca de él.
Una gran sonrisa se dibujó por debajo de sus bigotes canosos y prolijamente cortados, y su gran figura me envolvió con un abrazo.
“Félix, del latín: feliz, dichoso” describe una placa colgada en la pared del comedor. Dicen que los nombres describen la esencia de las personas, y en este caso lo es: siempre alegre y con buen sentido del humor, servicial y bien predispuesto a ayudar al que necesita, este cordobés fanático de 76 años, es de aquellos que nunca tiene problemas con nadie. Trabajador desde chico, es el mecánico al que todos concurren cuando los problemas automotores caen desde el cielo, o simplemente no arranca el auto.

— ¿Por qué elegiste la mecánica?
— Porque me gustaba. A pesar de trabajar en el campo cuando tenía 14 o 15 años, empecé a “meterme con los fierros” en una estancia en Laboulage y ahí trabajé con los tractores. Después entré a trabajar a los talleres del gran Ricardo Rizatti, que fue corredor de automovilismo -y ya van cuatro generaciones que van corriendo, aclara. Luego me fui a Córdoba capital para estudiar el secundario y una carrera técnica, donde me recibí de técnico mecánico. A los 23 años, entré en la fábrica FIAT y trabajé ahí hasta que me jubilé. A partir de ahí, seguí trabajando por mi cuenta, en un taller que tuve en mi casa unos años, hasta que dije, “¡basta! No trabajo más, me cansé”. Pero la mecánica es algo que me apasiona y por eso trabajé toda mi vida de eso. Tuve la gran suerte de estudiar lo que me gustaba y de trabajar de lo que me gustaba. Ahora eso se complica un poco porque los jóvenes, muchas veces, tienen que trabajar de lo que encuentran y no de lo que realmente quieren. Por eso digo que tuve suerte.

— En el ’69 estabas en Córdoba, trabajando en FIAT. ¿Cómo viviste el Cordobazo?
— Vos sabés que el Cordobazo fue realizado por obreros industriales, sobre todo por los sindicatos. En esa época ya era jerarquizado en FIAT, ya era jefe. Yo me acuerdo que ese día pude entrar a la fábrica, no pude salir porque nos paraban en la puerta. La pasamos bastante mal porque entró gente infiltrada, gente de la izquierda que se metió con armas en la planta. Nos dispararon, no mataron a nadie dentro de la planta pero los tenían amontonados a todos. Había caras que no se conocían, que no nos dejaban salir.
La familia pasó un momento de estupor porque no tenía noticias nuestras, los teléfonos estaban cortados, ¡fue muy feo! Nos habían cerrado las puertas del edificio administrativo: habían puesto un tractor para que no se abriera la puerta, y además le habían desinflado las cubiertas para que no lo muevan. E incluso, muchas puertas las habían soldado para que la gente no saliera. La pasamos bastante mal hasta que vino la policía, hizo guardia en la fábrica, pero se vinieron los 3.500 o 4.000 obreros que había en el lugar, gritándole barbaridades a la policía y al ejército que también estaba presente. Y tomaron la fábrica, se metieron adentro y ahí hicieron todo el desastre. Bastante feo la pasamos pero hoy, gracias a Dios, es una aventura para mí.

— ¿Cómo llegaste a Santo Tomé?
— A Santo Tomé llegué porque la fábrica FIAT compró la fábrica DKW. Tiraron todo lo que había de DKW, rompieron todo para que no se vendiera nada. Se tiró todo y se puso el material que producíamos nosotros en la fábrica con los tractores. Se hizo la fábrica nueva prácticamente. Ahí empezamos a trabajar con la producción de tractores: se han hecho hasta 45 tractores por día, era una producción hermosa, se estaba trabajando muy bien. Y cuando un jefe de inspección (porque yo pertenecía a la parte de inspección) me dijo “tenés que ir a Santa Fe a hacerte cargo de la sala de prueba de motores”, tuve que venir nomás. Me daban más jerarquía, me daban más sueldo y económicamente me convenía mucho porque a partir de ahí mi situación económica cambió notablemente.
Después tuvimos que pasar muchos malos tragos. En la parte sindical, sobre todo en la época del 73 al 76, ¡fue desastroso! Nadie podía trabajar porque te tiraban con una tuerca, un tornillo, un pedazo de hierro, te lo tiraban por la cabeza. Nosotros llevamos obreros al médico con la cabeza lastimada de un “fierraso” que le pegaban porque trabajaban. Lo que hizo la política sindical fue desastroso, fue lo peor que viví en mi vida –frunce su frondoso ceño, como si sus recuerdos hicieran carne en ese mismo momento. Bastaba que se pusiera un delegado adelante y no te dejaba trabajar, y si trabajabas te rompían la cabeza. Y eso es lo que tuvimos que aguantar, hasta el feliz día –enfatiza- que sacaron a Isabel. Entonces a partir de ese día no se vio más a ningún piquetero que estaban en las puntas de las líneas trabajando y desaparecieron todos. Dónde se me metieron, no sé, pero la gente empezó a trabajar nuevamente.

— ¿Cómo viviste la dictadura dentro de la fábrica?
— Eso lo viví feo. Como jerarquizado recibí muchas amenazas; cuando venía tarde a casa tenía que mirar a los costados para ver si alguien me seguía, si había alguien escondido. Era la época que ponían una bomba por el solo hecho de ser jefe, te amenazaban descaradamente. Tenías que tener una forma especial de hablar con los obreros, con una delicadeza extrema, como si hablaras con un adolescente, porque se ofendían y te mandaban un paro en el momento. Yo tuve la suerte de poderlos comprender bastante porque me dediqué mucho a la parte de psicología del personal: había un psicólogo que nos daba cursos del cual aprendí muchísimo, y podía, más o menos, tratar con los obreros más rebeldes y no tuve grandes problemas. Pero hubo gente que fue atacada dentro de la fábrica, golpeada por el solo hecho de ser jefe y a no decir nada porque te paraban la fábrica.
Otra cosa que se hacía en esa época era tapar la cloaca de los baños, entonces cuando la cloaca se tapaba se iban todos de la fábrica, eran las 10 de la mañana y no quedaba nadie, se iban todos a la ruta y cada uno para sus casas. Hacían daño, rompían motores, rompían máquinas que valían alrededor de 100 mil dólares: le metían una barreta adentro, la ponían en marcha y rompían un engranaje, y así, han hecho cosas desastrosas. Uno se pone a revivir eso y dan ganas de llorar –recuerda con indignación.

Al parecer, Félix olvida los treinta mil desaparecidos que dejó la dictadura, como también las víctimas que se cobraron los atentados de las fuerzas “revolucionarias”. Quizás, su trago amargo en aquella época pasó únicamente por la pérdida de su fuente de trabajo, al momento que cerró la fábrica FIAT en el año 79.

— Recién hablabas de los sindicatos y de su modalidad de trabajo, ¿Qué es para vos el trabajo?
— Para mi es lo fundamental para poder vivir, necesario para la vida, es necesario como comer. Vos tenés que comer para poder vivir, pero también tenés que trabajar para poder vivir, no sólo porque tenés que reunir el dinero para alimentarte, sino que es física y mentalmente necesario. Y el trabajo es la fuente que tenemos en el país y es lo que nos lleva adelante, lo que puede engrandecer a nuestra patria, y es necesario para que el mundo camine.

— Después de la fábrica, ¿qué cambió en tu vida?
— Después de la fábrica trabajé en mi casa con mi señora. Mi hija ya se había casado, así que vivíamos tranquilos los dos. Tenía un taller de mecánica del automotor para ir haciendo algo, y con eso fui trabajando hasta cierta edad; ya me había jubilado, así que dije “vamos a descansar, vamos a trabajar un poco menos”.

— ¿Cómo desempeñaste tu trabajo en el taller?
— Trabajaba solo, nunca quise meterme con nadie porque ya conocía a la gente, y un obrero te hacía perder más tiempo, porque tenías que enseñarle algunas cosas del oficio, o si hacía algo mal la tenía que hacer yo de vuelta, y quedaba mal con el cliente. Entonces preferí trabajar menos, lo hacía bien y no tenía reclamos de nadie. Siempre trabajé solo, las horas que quería, a mi propia voluntad. Yo era bastante conocido en mi trabajo: la gente relacionaba mi taller con mi nombre, así que imaginate, siempre tenía clientes para atender.
Y lo dejé porque estaba muy cansado. En realidad, al taller me lo hizo dejar mi señora. Primero, porque para seguir trabajando tenía que comprar herramientas que son muy caras, y no valía la pena invertir semejante dinero para emplear las nuevas tecnologías. De lo contrario, tendría que trabajar con Renoletas y Ford Falcon, pero esos coches ya estaban pasados, bastante dañados y si vos le arreglabas una cosa, salía otra, y no valía la pena trabajar ya. Entonces un día, mi señora me dice “vos no trabajás más” y cuando me descuidé me había escondido en el galpón todas las herramientas, me las sacó y nunca supe donde las puso hasta que las vendió o las prestó. No me dejó nada. Y bueno, ¡mi señora es así!

— ¿Cómo es el trabajo del mecánico hoy?
— Hoy es totalmente distinto. Yo tengo mi auto y tengo que llevarlo al mecánico porque la tecnología ha cambiado tanto que yo no puedo “meterle mano” sin herramientas especiales, computadora y demás cosas, que se necesitan para trabajar en un auto moderno. Yo tengo mi auto y tengo que recurrir a otro mecánico.
Yo recuerdo que antes tenía unos cartones o planchas gruesas que usaba para tirarme abajo del auto, o tenía la grúa o el gato para levantarlo. Ahora están las fosas, donde tienen todo el equipamiento de computadora, cables, enchufes. Antes el diagnóstico del auto lo daba el mecánico en función a lo que veías que tenía el auto. Ahora la computadora mide todos los parámetros: los mecánicos de hoy solo tienen que enchufar dos o tres cables y listo. Es todo mucho más fácil, menos sacrificado y más seguro.

A pesar que hace 39 años que está radicado en Santo Tomé, su amor por la ciudad y la provincia que lo vió nacer y criarse es incondicional, y los lazos que lo unen a ella son indestructibles. La Cadena 3 Argentina, o “la radio de Córdoba”, como Félix suele decirle, se escucha desde unos metros afuera de su casa, como una manera de delimitar que esa casa es territorio cordobés.

— ¿Qué significa Córdoba en tu vida?
— Ah… ¡lo más grande que hay en el mundo! La adoro a Córdoba –con un brillo especial en los ojos y un nudo en la garganta, medita en silencio por unos segundos- porque es hermosa. Tiene lo mejor: tiene agua, río, sierras, de todo. ¡Hasta chicas lindas!

— ¿Qué cosas quedaron en Córdoba?
— Quedaron amigos, amigas, familiares –con sus puños, seca sus ojos llenos de lágrimas. Eso ha quedado en Córdoba, aunque nos seguimos visitando. ¡Me encanta ir a Córdoba! Si yo tengo unos días de vacaciones, yo no me voy a Mar de Plata, yo me voy a Córdoba. Es locura que uno tiene de adorar una provincia. Allá está lo mejor que uno pueda buscar: desde los paisajes hasta los personajes destacados. ¡De verdad! Vos escuchás a un periodista que le hace una entrevista a algún científico, deportista, médico, etc., ¡y son cordobeses! Y… -esbozando una sonrisa orgullosa en sus labios, seguida de una risa prolongada- los buenos somos así.

— ¿Y cómo es Félix?
— A Félix le pondría de 1 a 10, un 8.50, dado a que soy de estar mucho en la calle, que salgo mucho. Por ejemplo, mi señora me dice que vaya comprar el pan y demoro media hora para ir una cuadra y volver. ¡Pero porque me encontré con amigos y converso! –explica intentando justificarse. Yo tengo muchos amigos, sobre todo en el barrio. Digamos que todos me conocen, la gente me quiere mucho, entonces siempre me quedo charlando con alguien por el camino. Yo creo que eso me baja el puntaje (risas).

— ¿Tenés algún vicio?
— Ahora no. Mi vicio era el baile, la diversión, algo de cigarrillo que ya lo dejé. Nunca fui jugador, ni un peso. Solo juego con amigos, pero no por dinero, sino por el solo hecho de jugar para divertirnos.
Yo de joven era bastante “vaguito”. Me gustaba mucho salir, ir a bailar, y cuando vos vas a un baile no bailás con otro chico, como hacen ahora. Yo nunca en mi vida bailé con un chico, siempre lo hice con una chica. Además, no se bailaban sueltos tampoco, se bailaba más o menos “apretadito” –esboza una sonrisa pícara, como buscando complicidad para sus hazañas. De eso podría arrepentirme, pero como lo hice cuando no estaba casado, no me arrepiento del todo.

— ¿Cómo imaginás tu vida en 10 años?
— Yo tengo 76 años, pero me siento como de 40. Ando bien, con ánimo. Yo espero, cuando tenga 86 años, tener salud para andar bien, y vivir una vida un poco más pausada, tranquila pero vivirla bien. Es lo que quiero, creo en Dios y confío en que nos pueda ayudar.

— Suponiendo que existe otra vida después de ésta, ¿qué te gustaría ser?
— Médico porque me gusta la medicina, la investigación y salvar vidas. Pero como no llegué a eso, ayudo a la gente que puedo, al viejito que necesita algo y siempre es una forma de colaborar. ¡Y quedarme en Córdoba! ¡La docta!

Félix pareció tener una regresión a su infancia, a sus recuerdos de Córdoba, a su amor de toda la vida. Después de compartir unos ricos y amargos mates, y de haber “hablado de la vida”, el mediodía llegó a Santo Tomé.
Recordar, del latín: re – cordis, volver a pasar por el corazón. Los recuerdos son parte de uno mismo: se viven y se sienten como si fueran el primer día, como si fueran la primera vez. Al fin y al cabo, es de lo que uno vive, de lo que pasa por el corazón una y otra vez. “No hay que estar lejos para sentir nostalgia”, dice una canción. Por lo visto, lo lejos o lo cerca no se mide en kilómetros, sino en base a los recuerdos que uno conserva… vaya uno a saber.
Un fuerte abrazo y la súplica de “cuidate” cerraron la tierna despedida. Tal vez esta conversación permanezca por siempre en su corazón, como quedan todas aquellas personas a las que quiere; como quedan aquellas personas que lo aceptan y quieren como el “personaje” que es.